RUTAS SIMBÓLICAS. VIAJES POR LA HISTORIA Y LA GEOGRAFÍA DE ESPAÑA. Francisco Ariza
Rutas Simbólicas por la Historia y la Geografía de España
PRESENTACIÓN
domingo, 29 de septiembre de 2024
miércoles, 18 de septiembre de 2024
Toledo-Tula-Tulatu-Toledoth-Tulaytula. Centro Sagrado de la Península Ibérica. Francisco Ariza
A la memoria mi hijo Daniel (1980-2023),
con quien hicimos este viaje al corazón de España
a finales de los años ochenta
La poderosa atracción que ejerce la ciudad de Toledo no procede únicamente de sus magníficos edificios que expresan los distintos estilos arquitectónicos de las diferentes culturas que cohabitaron en ella durante la Edad Media hispánica (la cristiana, islámica y judía), que al fin y al cabo están hechos de piedra y de materiales expuestos a la corrosión del tiempo, sino que esa atracción procede precisamente del espíritu que los alumbró, y que también hallamos en los fragmentos arqueológicos de su pasado visigodo, romano y celtíbero. Pero debajo de ese Toledo visible se ocultan vestigios de culturas aún más remotas, como sucede ciertamente con muchas de las ciudades y pueblos milenarios repartidos por toda la Península Ibérica, que los antiguos cronistas describían como la "Tierra de los Antepasados". Es ese espíritu el que queda impreso en el alma de quien visita Toledo y se deja seducir por su atmósfera sutil, intangible, la que incluye la idea que prohijó la síntesis cultural gestada al amparo del ciclo medieval.
Pero en tanto que ciclo histórico esa época ya pasó y sería caer en un "idealismo" anacrónico francamente inútil querer revivirla en sus aspectos formales. No se trata en ningún caso de eso. Los historiadores podrán describir detalladamente el proceso que articuló la vida y la cultura de aquel período fecundo, pero será sólo el instante fugaz de una intuición nacida del corazón el que aprehenderá verdaderamente lo que significa Toledo, y significó ciertamente para sus fundadores míticos e históricos. La libérrima Toledo es la madre que ha cobijado, y cobija, a muchos hijos bajo su manto milenario.
Pero no solo es la influencia de Venus sino también la de Mercurio la que se ejerce en Toledo desde siempre, tal y afirma en su Descripción de la Imperial Ciudad de Toledo y Historia de sus Antigüedades (1605) el humanista español Francisco de Pisa, de ascendencia sefardita:
"Tiene Toledo el cielo y sus influencias muy prósperas y benéficas. Está sujeta al signo de Virgo, que es casa y exaltación del planeta Mercurio, que ha sido y es causa de inclinar a sus moradores a las ciencias especulativas y artes de industria, como se ha mostrado siempre por los sutiles ingenios de toledanos, entre los cuales ha habido y hay personas excelentes en ciencias, muy nobles y naturalmente animosos".
Sabedor de esas influencias venusinas y mercuriales, propicias para las artes, las ciencias y el pensamiento filosófico (Mercurio es Hermes), el rey sabio Alfonso X creó en su corte toledana las condiciones para que se diera en ella ese "crisol cultural" que iba a ser el puente por donde Oriente se comunicaría con el Occidente cristiano. La Escuela de Traductores fue una de sus expresiones más fértiles y afortunadas, y se crearon otras semejantes a ella en distintas ciudades, como Sevilla y Murcia. Recordemos que Alfonso X fue el verdadero artífice de la idea de España concebida como resultado de la unión conciliadora de las tres culturas, judía, cristiana e islámica, y que antes de él ya vislumbró su padre Fernando III el Santo, e incluso los diferentes califas omeyas cordobeses. Esa unión es también la de Oriente y Occidente, la que está simbolizada por el águila bicéfala imperial (que mira simultáneamente hacia la derecha, el Oriente y hacia la izquierda, el Occidente), y que preside el escudo heráldico de la ciudad, auténtico oráculo revelador de su destino histórico y suprahistórico.
En su Primera Crónica General (compendio de la historia sagrada de la humanidad) Alfonso X describe en estos términos los orígenes míticos de Toledo y su fundación legendaria, en los que siempre aparece Hércules, héroe solar civilizador de las culturas mediterráneas:
Lo que todo esto expresa en realidad es que tanto el Toledo antiguo como la Tula y la Aztlán de los toltecas y otros lugares con idéntico nombre que no hemos mencionado, fueron en su momento reflejos en el mundo terrestre, en el espacio y el tiempo, de la "Ciudad del Cielo", es decir de centros espirituales emanados más o menos directamente de la Tula o Paraíso original. [3] Hemos querido destacar todas estas correspondencias para comprobar cómo esas leyendas reposan sobre una verdad simbólica que la etimología, como la propia geografía y la historia sagrada no hacen sino expresar a su manera.[4]
En este sentido, no está de más recordar que todo mito sagrado tiene un fundamento real, tanto si se refiere a hechos que tienen que ver con el transcurrir de la historia de un pueblo, como si a través de él se quieren vehicular ideas y valores de orden espiritual destinados a cohesionar una cultura y a todos los integrantes de la misma. Relatan lo que es esencial saber para que la irrealidad de la existencia adquiera un sentido, un significado que siempre tendrá su raíz en una verdad de orden cosmogónico y metafísico.
Lo que es una realidad física (el monte toledano, que está formado por doce pequeños collados -en correspondencia con las doce constelaciones zodiacales-, contiene en efecto dentro de él una intrincada red de pasadizos subterráneos y bóvedas hipogeas) se convierte además en una realidad simbólica y metafísica.[6] La montaña y la caverna son imágenes del eje y del centro del mundo, y por tanto espacios propicios para establecer la comunicación entre el Cielo y la Tierra, razón por la cual casi todos los templos y lugares sagrados se situaban tanto en las cimas de las montañas como en el interior de las cavernas. Y ello se destaca aún más cuando la montaña y la caverna se encuentran en el centro mismo de un espacio geográfico, como es aquí el caso.
Todo ello convierte a Toledo en el verdadero ónfalos (ombligo) de la Península Ibérica donde coincidieron la realidad de un espacio y un tiempo mítico y la manifestación de una energía y un poder espiritual que ordenó la cultura y la civilización de los antiguos pueblos hispanos hasta el Renacimiento, donde pasaría a ser la capital del Imperio hispano, que incluía dentro de él a gran parte de América, a la que Francis Bacon denominó la "Nueva Atlántida". Por consiguiente, pensamos que Alfonso X no se limitó únicamente a recoger esas leyendas, sino que quiso destacar sobre todo el carácter "central" de la ciudad que él había heredado de sus antepasados, y que gracias a su espíritu integrador convertiría en el "jardín cerrado" (hortus conclusus) o "vergel alquímico" donde crece el Árbol del Conocimiento y se cultivan, presididas por la ley de armonía, todas las artes y ciencias del saber universal.
Por otro lado, es muy probable que la denominación de "Jerusalén de Occidente" dada a Toledo durante la Edad Media tuviera su origen en esta leyenda y en los sucesos acaecidos en torno a ella. Se trataba en cualquier caso, de identificar espiritualmente y ver en la ciudad castellana una imagen o reflejo de la propia Jerusalén, la "Ciudad de la Paz" y Centro del mundo para las tres religiones abrahámicas. ¿Y no fue en cierto modo Toledo en determinados momentos de la Edad Media y concretamente durante el reinado de Alfonso X, un punto de referencia "central" no sólo para la España de las tres culturas sino también de la Cristiandad medieval? [8]
[2] Aún hoy en día sigue existiendo en México una ciudad llamada Tula, fundada por el rey tolteca Topiltzin Quetzalcóatl.
[3] En Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha (Módulo III, acápite 25 dedicado a Alfonso X el Sabio) leemos lo siguiente: "Por razones históricas y geográficas Toledo es el centro de la Península Ibérica. Además lo es por razones simbólicas y metafísicas, y la Tradición señala, por un lado, la antigüedad de esta ciudad que se remonta al origen de los tiempos, a saber, el tiempo mítico, y por otro, a su relación con la Atlántida, también presente en las raíces TL de su nombre".
[4] Para todo esto ver El Rey del Mundo cap. X, y Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada cap. XII, de R. Guénon.
[5] En la obra citada, el mismo Francisco de Pisa, desliza un dato que nos ha perecido significativo en cuanto al origen histórico de la ciudad de Toledo, y es cuando señala que esta fue edificada por los griegos, y que ellos la dedicaron a la memoria de Hércules, y añade que esa construcción pudo: "haber tenido su comienzo mil y doscientos y sesenta años antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo". Esta fecha (1260 años a.C.) coincide prácticamente con la destrucción de la Troya de Héctor y Aquiles, y aunque Francisco de Pisa no lo diga expresamente, sí que deja deslizar de manera muy sutil que Toledo (como otras ciudades del mundo antiguo, Alba Longa, por ejemplo) pasó a ser la "sustituta" de la legendaria Troya, o Ilión. Dato además importante es que los troyanos tenían en Venus y en el Apolo solar a dos de sus principales dioses tutelares.
[6] En algunas crónicas se mencionan siete collados en vez de doce, en referencia a los siete planetas. En todo caso tendríamos la imagen de una geografía sagrada que reproduce claramente un zodiaco (los 12 signos zodiacales y los 7 planetas), lo cual recuerda otros lugares significativos, como es el caso de Glanstonbury, en Inglaterra.
[7] Esta leyenda de la Mesa de Salomón confirmaría desde la óptica de la historia sagrada lo dicho en la nota anterior.
[8] Además de los griegos el propio Francisco de Pisa menciona en su obra como fundadores de Toledo a los caldeos, los persas y los hebreos. De estos últimos menciona incluso los nombres de pueblos y ciudades que tienen la misma etimología de los que fueron fundados y existen en Judea, Palestina y Canaán, algunos cercanos a Jerusalén. Señala el humanista toledano: "Así como Escalona, a que dieron el nombre de Ascalon, pueblo en los confines del reino de Judea; y la villa de Maqueda, que corresponde al pueblo Mazeda, del que se hace mención en el libro de Josué; la aldea de Novés, dice que tomó el nombre de la ciudad de Nobe; Yepes, de Iope, pueblo de Palestina; y Aceca, responde a otra del mismo nombre ciudad de Cananea; y el cerro del Águila, que es en la Sagra, tomó el nombre de otro cerro o collado llamado Achila, donde estuvo escondido David huyendo del rey Saúl".
POR LA RUTA JACOBEA. EL MONASTERIO DE SAN JUAN DE LA PEÑA (1ª Parte). Francisco Ariza
Situado en la sierra altoaragonesa del mismo nombre, el monasterio de San Juan de la Peña se distingue por la singularidad geográfica donde está construido. Si normalmente los monasterios se ubicaban en grandes espacios abiertos, en el claro del bosque o en la sumidad de las montañas (cuyo ejemplo más paradigmático y no menos singular son los monasterios de Meteora en la región griega de Tesalia, de ahí su apelativo de “monasterios suspendidos del Cielo”), San Juan de la Peña se halla, por el contrario, incrustado literalmente en la oquedad de una enorme roca (o peña, de ahí su toponimia) es decir en una cueva o caverna. Sin embargo, San Juan de la Peña no es el único santuario que existe con estas características en la región de Aragón, y más concretamente en la provincia de Huesca. Teniendo en cuenta que dicha provincia es la más montañosa de esa región, no es de extrañar que el eremitismo rupestre cristiano encontrara refugio en numerosas cavernas o cuevas, y que, dependiendo de sus dimensiones, acabarían convirtiéndose en construcciones que albergarían con el tiempo la vida monacal.
Este es el caso de San Martín de la Bal de Onsera, en la Sierra de Guara, que de ermita pasó a ser un monasterio pero mucho más modesto y sin tanta relevancia histórica como el de San Juan de la Peña. También en las laderas del Monte de Yebra, se encuentra uno de los más bellos conjuntos rupestres eremíticos del Alto Aragón, las llamadas “Cuevas de Santa Orosia”. El mismo monasterio pinatense, sin ir más lejos, comenzó siendo el refugio de un ermitaño llamado Juan de Atarés, quien edificó una pequeña ermita dedicada a Juan Bautista, hasta que en el siglo VIII dos caballeros de Zaragoza, que posteriormente acabarían siendo santos, Félix y Voto, pusieron los cimientos de lo que sería más tarde el monasterio pinatense. Es inevitable recordar aquí las construcciones de diferente tipo incrustadas igualmente en las oquedades rocosas en culturas y tradiciones repartidas por todos los lugares de la Tierra y desde tiempo inmemorial, lo cual respondía a factores de protección, pero también a causas religiosas y espirituales, como es el caso de San Juan de la Peña (figs. 1-2-3).
La huella que deja en la memoria un lugar como San Juan de la Peña no se borra fácilmente, e inevitablemente te impulsa a regresar descubriendo en cada nueva visita aspectos de su arquitectura, su arte, su historia y su paisaje que te pasaron desapercibidos en las visitas anteriores. Precisamente, su topografía y orografía, unido al hecho de que San Juan de la Peña era un paso importante en una de las rutas principales que seguían los peregrinos jacobeos (en este caso la ruta más antigua, la que partía de Jaca), fueron los motivos principales, que en su día nos impulsó a visitarlo por primera vez. Corría el año 1988. De hecho, este escrito data precisamente de esa fecha, si bien lo hemos ampliado, añadiendo además una segunda parte dedicada al Maestro de San Juan de la Peña y la descripción de algunos de los capiteles del claustro, llevados a cabo por él y su taller.
El cenobio pinatense es un lugar muy especial, pues tanto la caverna que le sirve de cobijo como el hecho de ser un centro espiritual en la ruta jacobea poseen de por sí aspectos simbólicos sumamente interesantes y convergentes. Para empezar, las cuevas y las cavernas han sido lugares de culto desde los tiempos más lejanos y prehistóricos, en donde eran concebidas como templos naturales. Esa sacralidad se acentuaba cuando en las cavernas nacían manantiales de agua (como es el caso de la que cobija a San Juan de
Por otro lado, las cavernas, los centros espirituales y las rutas de peregrinación están directamente relacionados con la geografía sagrada, ciencia tradicional muy antigua que considera a la Tierra, y a la naturaleza en su conjunto, como un recipiente que recoge en su seno los efluvios de las energías cósmicas y celestes. Aquí hemos de incluir igualmente la lluvia, los rayos, los truenos, los vientos, etc., que no eran vistos por la mirada del hombre antiguo (educada en las analogías y las correspondencias simbólicas entre los distintos planos de la realidad) como simples fenómenos atmosféricos y meteorológicos, sino como las manifestaciones vivas de los poderes invisibles y numénicos que dan forma al paisaje y lo tornan significativo.
La bella comarca de los pre-pirineos oscenses donde se encuentra San Juan de la Peña es, con seguridad, uno de esos lugares privilegiados donde todavía pueden percibirse en perfecta armonía la “presencia” de las divinidades telúricas y cósmicas. El antiguo nombre dado a la montaña donde está el monasterio, el Monte Pano, evoca inmediatamente al dios griego Pan (el Fauno romano), hijo del olímpico Hermes y una ninfa. Habitaba los bosques tupidos y salvajes, estando caracterizado por una desbordante potencia genésica y fecundadora.
Al “noble viajero” (definición dada a los antiguos iniciados) no le pasan desapercibidas estas realidades sutiles del paisaje, sino que participa de su sacralidad, la misma que debieron percibir los hombres y mujeres que habitaron desde la prehistoria estos montes, y que con toda seguridad consideraron un lugar de culto la caverna donde se situaría con el tiempo el monasterio. Más cerca de nosotros merecen ser destacados los gremios de constructores que lo edificaron en sus diferentes periodos, incluido el Monasterio Nuevo, de estilo barroco (siglo XVII), ubicado muy cerca del antiguo, concretamente en el Llano de San Indalecio, teniendo al fondo la impresionante Peña Oroel.
Son dos arquitecturas muy diferentes. El Monasterio Nuevo, como decimos, es barroco aunque tiene elementos de la arquitectura neoclásica de los siglos XVIII-XIX, mientras que el San Juan de la Peña original está signado fundamentalmente por los dos estilos que marcaron su época gloriosa, el mozárabe (s. IX-X) y el románico (s. XI-XII y XIII). Hay también una muestra de la arquitectura gótica, como es el caso de la magnífica capilla de San Victorián, del siglo XV y de estilo “gótico florido”. De la arquitectura mozárabe queda sobre todo la Iglesia Baja y el bello arco de herradura que da acceso al claustro, edificado entre los siglos XII-XIII, y cuyos capiteles historiados son de una inagotable riqueza simbólica (figs. 4-5-6-7). Sin duda, el claustro es lo más conocido y famoso de San Juan de la Peña. Volveremos extensamente sobre él en la segunda parte de este estudio.
La arquitectura mozárabe es genuina del arte hispano ya que no se lo encuentra en ningún otro lugar. Lo mismo diríamos del mudéjar, tan presente en todo Aragón. El arte mozárabe no sólo se expresó en lo arquitectónico (que se distingue fundamentalmente por el arco de herradura, propio del arte visigótico y califal), sino también en la orfebrería, en la miniatura y la pintura usada en la decoración de libros y manuscritos, como es el caso de la “Biblia Mozárabe de San Juan de la Peña”, del siglo XI (fig. 8), y por supuesto del famoso “Comentarios al Apocalipsis” del Beato de Liébana, localidad de Cantabria.
Encima de la Iglesia Baja se construyó a finales del siglo XI la Iglesia Superior, románica, con sus tres ábsides incrustados en la misma roca y dedicados cada uno de ellos a San Miguel, a San Juan y San Clemente.[1] El triple ábside con sus arcos ladeados confiere cierta sensación de atracción hacia un punto, que es el propio altar situado en el ábside central (fig. 9). Entendemos con ello que los arquitectos que construyeron dichos ábsides quisieron crear esa sensación con un objetivo concreto: generar un estado de concentración en quienes participaban del rito litúrgico.
La comunicación entre ambas iglesias se efectúa a través del Panteón de Nobles (fig. 10), así llamado porque allí fueron enterrados los primeros reyes y nobles del Reino de Aragón, Reino que tuvo su germen inicial en San Juan de la Peña, que fue también su centro cultural y espiritual. Pero hay que confundir este Panteón de Nobles con el Panteón Real de San Juan de la Peña, que está en otra parte del recinto monacal y que fue hecho construir por Carlos III en 1770 para albergar algunos de los reyes de Aragón que tuvieron un papel descollante en San Juan de la Peña, y que en un principio descansaban en el Panteón de Nobles. Nos referimos a Ramiro I, Sancho Ramírez y Pedro I, con sus respectivas esposas.
Hablando del Panteón de Nobles, merece la pena que nos detengamos un momento en observar las imágenes de los dos nichos de arriba (figs. 11-12), donde aparecen sendos símbolos cosmogónicos como el crismón y la cruz, relacionados ambos con la Rueda del Mundo. De hecho el crismón es una forma de la cruz, a la que se añaden dos o cuatro brazos, dependiendo de lo que se quiera expresar con ello dentro de una misma estructura “cruciforme”. En el cristianismo de la primera época, el crismón era una cruz de seis radios, conformada por un eje vertical y dos ejes que pasaban por su centro, conformando así las iniciales griegas, la I y la X [iota y khi] de las palabras Iêsous Khristós. Era una manera de expresa la idea de que Jesús el Cristo abarcaba la totalidad de la Creación. Es el Pantocrátor, el Todopoderoso Señor del Tiempo, pero también de la Eternidad, pues no solo es el principio (alfa) y el fin (omega) del tiempo, sino del “presente eterno”, que sintetiza todo lo que no está sujeto al flujo temporal al no pertenecer ni al pasado ni al futuro. El presente no “viene ni va”, y él está simbolizado por el punto inalterable del centro de la rueda, donde mora aquel que, con su sola presencia, la hace girar sin participar de su movimiento. El segundo símbolo, la cruz, aparece aquí enmarcada por cuatro flores (seguramente rosas) en representación de los cuatro evangelistas, siendo la flor que está en el centro de la cruz el propio Cristo. Este mismo esquema de la Cristo rodeado por los cuatro evangelistas es el que aparece en la figura del “Cristo en Majestad”, muy reproducida en el arte cristiano, también en un capitel del claustro de San Juan de la Peña, como veremos en la segunda parte. En la alquimia hablaríamos de los cuatro elementos y la “quintaesencia” central, de la que todos ellos nacen y en la que se reabsorben acabado su ciclo de manifestación, es decir de “su tiempo”, marcando así el límite con la eternidad, con el “no tiempo”, con la inmortalidad en definitiva, ejemplificada en la resurrección de Cristo.
Durante toda la Edad Media el monasterio fue un verdadero foco de irradiación cultural, como tantos otros en aquella época, donde el saber se concentraba en los scriptorium y escuelas monásticas, al menos hasta el siglo XII, momento a partir del cual fueron surgiendo las universidades bajo el influjo de la también naciente escolástica.[2]
La cabecera de la Iglesia mozárabe está formada por dos ábsides incrustados igualmente en la roca dedicados a San Julián y Santa Basilisa (fig. 13), y allí encontramos restos de pintura mural referentes al martirio de los hermanos San Cosme y San Damián (fig. 14), los santos médicos que han sido comparados con Cástor y Pólux, los dioscuros de la mitología grecorromana.
Recordemos que los constructores del monasterio pinatense participaban del mismo espíritu que animó todo el Medioevo cristiano, heredero en gran parte de la tradición clásica. Conocedores no solo de su oficio, sino también del sentido interior de las Escrituras, y herederos de una tradición sapiencial venida no solo de las tierras europeas sino también del Cercano Oriente, los constructores medievales supieron conjugar en su arte las intuiciones luminosas de un conocimiento trascendente y las enseñanzas procuradas por el contacto directo con el libro de la naturaleza, esencialmente simbólica al manifestar en la multiplicidad de sus formas el gesto creador del Gran Arquitecto del Universo. En suma, una concepción del mundo y de la vida vertebrada por las revelaciones teofánicas y la certeza de que las estructuras visibles e invisibles del Cielo y la Tierra expresan un orden armónico y unitario.
Todo edificio construido según el prototipo de la forma cósmica lleva implícita la interacción y equilibrio entre sus módulos arquitectónicos y el medio natural en los que estos se insertan. San Juan de la Peña no es una excepción, ya que desde sus comienzos, y en sucesivas etapas, fue concebido teniendo en cuenta las características de la caverna que le sirve de cobijo. Esta adecuación se hace evidente en lo que respecta a los ábsides, bóvedas y arcos de las iglesias mozárabe y románica, y especialmente en la llamada “sala del Concilio”, situada en la parte inferior del monasterio, donde esas bóvedas y arcos semejan verdaderas “cavernas”. Por otro lado, la cercana iglesia románica de Santa Cruz de la Serós (fig. 15), situada al comienzo de la carretera que conduce directamente al monasterio, es otro ejemplo de armonía entre la arquitectura y el paisaje circundante, aunque en este caso se trata de una construcción que semeja la “montaña cósmica”, un símbolo complementario con la caverna, ya que esta reside en su interior (figs. 15-16).
No es necesario señalar que todo esto responde a concepciones estrictamente simbólicas, donde el criterio “estético” queda en un segundo plano, o simplemente no existe, pero sí el sentido de la belleza, muy acusado en aquellos gremios artesanales, en permanente contacto con las corrientes herméticas y gnósticas que participaban en el desarrollo de la civilización medieval. El arte sagrado supedita siempre los destellos superficiales de las cosas y los seres a sus contenidos espirituales y metafísicos, siendo la analogía simbólica el lenguaje más adecuado mediante el cual esos contenidos manifiestan y revelan su esencia. Estamos convencidos de que los significados simbólicos que todas las tradiciones unánimemente atribuyen a la caverna influyeron en los maestros de obra que diseñaron los planos y llevaron a cabo la construcción de San Juan de la Peña. Uno de esos maestros es el “Maestro de San Juan de la Peña” (también llamado “Maestro de Agüero”, municipio histórico cercano a Huesca), escultor y arquitecto, cuyo taller de artesanos realizó distintos trabajos sobre todo en la comarca geográfica de la Jacetania (con Jaca como centro) y de las “Cinco Villas”.[3]
La caverna, como la montaña, evoca también la estructura cósmica, y al igual que el templo constituye un modelo o imagen de ella. Asimismo, es un símbolo de la interioridad, del recogimiento y la concentración, y sus vínculos con el corazón (el símbolo del centro espiritual en el ser individual) son evidentes, sin olvidar tampoco sus correspondencias con el “huevo filosófico” y el atanor alquímico, donde tiene lugar la regeneración espiritual.
Otro símbolo estrechamente relacionado con la caverna y el corazón es la copa, y si, como pensamos, no existe casualidad alguna en el dominio del simbolismo (que es el de la Ciencia Sagrada) no debe sorprendernos el hecho de que durante más de tres siglos el Cáliz de la Santa Cena (fig. 17) fuera celosamente guardado en el monasterio pinatense hasta finales del siglo XIV, donde tras varios traslados acabó en la catedral de Valencia en 1432.[4] Es sabida la identificación que existe entre este Cáliz y la Copa del Santo Grial, conformando una de las leyendas más ricas e importantes de la Edad Media, fundada en aquella otra que hace referencia a José de Arimatea y Nicodemo, dos discípulos “secretos” de Cristo que llevaron el Cáliz (conteniendo la sangre y el agua que manaron del costado de Cristo en la cruz) a las Islas Británicas, fusionando las enseñanzas cristianas con las de los druidas celtas, lo que dio lugar al ciclo iniciático del Grial, palabra que hace referencia a un Vaso (grasale) y a un Libro (gradale o graduale). Al respecto de esto René Guénon señala que:
“este último aspecto designa manifiestamente la tradición, mientras que el primero concierne más directamente al estado correspondiente a la posesión efectiva de esa tradición, vale decir al “estado edénico”.[5]
Esas leyendas (vinculadas con la “historia sagrada” del Cristianismo, pero de un alcance también universal), alimentaron toda una literatura caballeresca durante la Edad Media en donde las gestas y hazañas de sus protagonistas describen el proceso relevante de la iniciación a los misterios, proceso que en el esoterismo cristiano tiene su modelo en el nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo. Varios de los capiteles de San Juan de la Peña hacen referencia a ese proceso, aunque también pueden verse en ellos otras lecturas más secundarias relacionadas con el punto de vista puramente religioso, moral y alegórico. Y es que todas las cosas tiene siempre cuatro niveles de lectura, siendo el más elevado el punto de vista iniciático. La ventaja de considerar esos niveles desde la perspectiva iniciática -que es la perspectiva metafísica- es que ella, por corresponder a un grado de realidad mucho más universal, es capaz de integrar todos los demás sentidos particulares.
En la medida en que nos ha sido posible, es con esa perspectiva, sustentada en las analogías y correspondencias simbólicas, con la que hemos contemplado las imágenes del claustro, y si bien algunos de sus capiteles no están completos, o simplemente han desaparecido por haber sufrido diversas destrucciones a lo largo del tiempo, sí son lo suficientemente ilustrativos para captar ese punto de vista más elevado y sutil que, estamos seguros, es el que quisieron transmitir sus escultores.
Como veremos en la segunda parte, nos hemos acercado a los capiteles de San Juan de la Peña con el único propósito de aprender, convencidos de que en esas figuras hieráticas que nos miran alucinados (de lucidez espiritual) con sus abiertos ojos almendrados (llamados “ojos de insecto”, que es una de las características de la técnica del Maestro San Juan de la Peña) ha cristalizado el mensaje contenido en las Escrituras, un mensaje nutrido de ideas, pensamientos y profundas emociones que se dirigen al ser entero del hombre. Ese mensaje está muy por encima de los avatares del tiempo y de la historia, si bien para ser efectivo ha de descender sobre las almas humanas “que yerran en el fondo de los pozos de la vida...”, como dice Proclo en su Himno a las Musas. No es letra muerta sino que está vivo y con su poder espiritual todavía inalterable para despertar la memoria de lo sagrado y de un conocimiento que, por su origen supra-humano, es el único que puede abrirnos a nuestras posibilidades más auténticas y verdaderamente universales. Francisco Ariza
[1] Debemos añadir que en la Iglesia Superior, y a iniciativa del rey Sancho Ramírez, se celebró por primera vez en toda la península la liturgia del rito romano, que vendría a sustituir al antiguo rito hispano-mozárabe. Corría el año 1071. Este rito se consolidó en el siglo VI en Toledo, la capital del reino visigodo, extendiéndose por toda España (incluida la España bajo dominio musulmán, donde vivían los cristianos mozárabes) hasta el siglo XI, si bien aún queda un testimonio en la propia catedral de Toledo, donde se celebra en días determinados del año.
[2] En San Juan de la Peña se realizaron numerosos manuscritos y obras de gran valor, conservándose todavía algunos ejemplares como es el caso de la nombrada “Biblia Mozárabe de San Juan de la Peña” (actualmente en la Biblioteca Nacional de Madrid), o el “Libro Gótico de San Juan de la Peña” (en la Biblioteca General Universitaria de Zaragoza). Debemos recordar que cuando en el siglo XIV se decidió escribir, por iniciativa de Pedro IV, la crónica del Reino de Aragón (que tiene su modelo en De rebus Hispaniae, también conocida como Historia de los hechos de España, de Rodrigo Jiménez de Rada, y también en la Estoria de España de Alfonso X el Sabio) se eligió como título de la misma Crónica de San Juan de la Peña, ya que fue gracias a la ampliación de los anales de los antiguos reyes aragoneses escritos por los monjes pinatenses a lo largo de los tres siglos anteriores que fue posible elaborar dicha Crónica sobre el Reino de Aragón, que incluye la de los condados catalanes.
En el capítulo I de la versión aragonesa de esta Crónica se habla del primer hombre que pobló España, Tubal, del cual descendieron los “cetubals” y posteriormente los íberos. A continuación se habla de la estrella Esperus, que no es otra que el planeta Venus pero el que aparece no por la mañana sino por la tarde (Vesper), punto cardinal que se corresponde con el Occidente. De Esperus viene Speria, el primer nombre de España: “Segunt que havemos leydo en muytos libros, el primem hombre que se pobló en España havia nombre Tubal, del qual yxió la generación de los ybers, assí como aquesto dizen Ysidoro et Jerónimo. Et fueron nombrados por el nombre de Tubal, cetubals. Et depués, por una estrella que ha nombre Esperus, ques pone cerca el sol et la ora es tarde, fue metido nombre a la tierra Speria”.
[3] Las Cinco Villas son Tauste, Ejea de los Caballeros (capital comarcal), Sádaba, Uncastillo y Sos del Rey Católico. Sin embargo dentro de esta comarca existen otros muchos municipios como Biota, Luna, Luesia y El Frago, etc., en los que también trabajó el taller del Maestro de San Juan de la Peña como más adelante veremos. Asimismo participó en la elaboración de la portada de la iglesia de Santa María de Sangüesa, población de Navarra pero muy cercana a Aragón.
[4] Llevado por San Lorenzo a Huesca desde Roma en el siglo III, fue depositado finalmente en la catedral de Jaca antes de pasar a San Juan de la Peña en el siglo XII. Como dato interesante diremos que las investigaciones arqueológicas han fechado el origen del cáliz en torno al siglo I de nuestra era.
[5] Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, cap. XI, “Los guardianes de Tierra Santa”.